
¿Vicente Guerrero?
El pasado 14 de febrero, en medio de una crisis de seguridad con terribles repercusiones para la economía del país, Claudia Sheinbaum publicó un decreto por medio del cual declaraba que esta fecha sería conmemorada como el Día del General Vicente Guerrero: caudillo de la segunda insurgencia fallida y subordinado del libertador Agustín de Iturbide, quien, tras la proclamación del Plan de Iguala —luego de hacerse la Independencia—, le honró nombrándole Mariscal del Imperio Mexicano, a lo que Guerrero, al poco tiempo, le correspondió con una traición personal.
Lo curioso es que esta celebración que se presenta como “nueva” ya estaba contemplada en el calendario oficial de la SEP, en esta misma fecha, desde que Luis Echeverría trató de imponer a Guerrero como “el consumador de la Independencia” en 1971.
No siendo precisamente un hombre de principios ni de luces —pese a la leyenda tierna que le inventara el mitómano Carlos María de Bustamante para halagarlo en vida a él y a otros personajes—, Guerrero siempre buscó una figura tutelar sobre la cual apoyarse. Lo hizo primero con el coronel español Carlos Moya, a través de quien trató de indultarse ante el virrey en 1820; luego con Iturbide a finales de 1820, cuando supo por Moya que la Constitución de Cádiz y sus leyes racistas le discriminaban por su color de piel, y finalmente lo hizo bajo la órbita de Lorenzo de Zavala y la masonería. Este último terminaría por presentarle nada menos que al enemigo mortal de Iturbide, que fuera espía y primer embajador de los Estados Unidos en nuestro país: Joel Roberts Poinsett.
Esclavista y antimexicano, Poinsett tenía la misión de pedir la venta o cesión de la Provincia de Texas — que le fue rotundamente negada por Iturbide— y para este fin buscó hacerse de influencia entre la clase política mexicana, a la que vendió un fanatismo proestadounidense y antirreligioso a través de dos pasos: el primero, inoculando un falso indigenismo azteca para eliminar cualquier vínculo con todo lo español y europeo; segundo, con la instauración de la masonería de rito yorkino a cambio de empleos, dinero y posiciones tras la impostura del nuevo régimen republicano, a imagen y semejanza de su país. Uno de sus peones principales terminó siendo el general Guerrero que, tras la presidencia de Guadalupe Victoria, dio el primer golpe de Estado en nuestra historia contra Manuel Gómez Pedraza, para imponerse a sí mismo en Palacio Nacional con beneplácito de Poinsett, que le había nombrado gran maestre de la masonería yorkina.
Sin embargo, por su contubernio cínico con el embajador estadounidense, el Congreso le declaró “moral e intelectualmente incapacitado para gobernar”, por lo que se le destituyó a la brevedad.
Como refiere el historiador Javier Torres Medina, al igual que José Fuentes Mares y otros más, el suriano acudió a Poinsett en busca de recursos para continuar la guerra contra los que lo habían destituido a cambio de “cumplirle la oferta que le hice de la venta de Texas luego que esté en posesión de la presidencia”. El resto es historia: terminó capturado y fusilado por haber faltado a su palabra de no levantarse contra el gobierno.
En un momento de suma gravedad en nuestra historia, donde Estados Unidos se ha dispuesto a castigar económica y militarmente a México por nexos con el crimen organizado, pretender relanzar por segunda vez como “novedad” y como “héroe” a un personaje sin virtudes —caracterizado por su servilismo a la nación de las barras y las estrellas—, sólo puede brindar un mensaje muy equivocado.